Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca: Fernando Zóbel. 50º Aniversario: 1966 – 2016

GERARDO RUEDA (Madrid, 1926 - 1996) JORDI TEIXIDOR (Valencia, 1941) GUSTAVO TORNER (Cuenca, 1925) JOSÉ MARÍA YTURRALDE (Cuenca, 1942) FERNANDO ZÓBEL (Manila, 1924 - Roma, 1984)
Del 13 de septiembre al 22 de octubre de 2016

“Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca: Fernando Zóbel. 50º Aniversario: 1966 – 2016″.
Gerardo Rueda, Jordi Teixidor, Gustavo Torner, José María Yturralde y Fernando Zóbel.

 

MEDIO SIGLO DEL MUSEO DEL ARTE ABSTRACTO ESPAÑOL DE CUENCA

Antonio Bonet Correa
Hace exactamente medio siglo, el 30 de julio de 1966, se inauguraba en Cuenca el Museo de Arte Abstracto Español. El acto de apertura, con la asistencia de las autoridades políticas locales y provinciales, fue muy sencillo. Al día siguiente, los artistas amigos de Zóbel, acompañados de sus mujeres, fueron desde Madrid para celebrar una fiesta íntima. El fotógrafo Fernando Nuño, autor, en blanco y negro de las ilustraciones del primer catálogo del Museo, retrató al grupo de los allí presentes. Distribuidos en la escalera del Museo, además de los artistas, se encuentran el neurólogo, coleccionista y médico de intelectuales Alberto Portera y la galerista madrileña Juana Mordó, colocada en el medio de los concurrentes, inclinada sobre la barandilla muestra su gran complacencia con una sutil sonrisa, de reina madre. En la primera fila, Zóbel vestido de elegante manera informal, tiene un aire satisfecho de mecenas y auténtico patrón. También son de destacar a los jóvenes discípulos de Zóbel, los pintores Jordi Teixidor y José María Yturralde, partícipes de tan relevante y feliz acontecimiento.

Para valorar la importancia que desde su fundación y apertura tuvo el Museo de Arte Abstracto de Cuenca conviene recordar cual era en 1966 el panorama artístico español. No hay que olvidar cual era el mundo de las artes después de la contienda civil que acabó traumáticamente con la II República. En los años grises de la autarquía, pese a las imposiciones oficiales, España no dejó de ser un país creador en las tareas del espíritu. A propósito de las Españas vividas por el escritor Luis Goytisolo, en su libro El porvenir de las palabras (Taurus, 2002) tras calificar a los años “de la inmediata posguerra, de perfiles esquinados y balkánicos” constata que “La España del desarrollo económico y abdominal, tan escasamente interesada por los asuntos de la cultura” fue, sin embargo “en la que el rechazo a la atmósfera enrarecida del franquismo había de dar lugar a un llamativo florecimiento artístico y literario”. Por nuestra parte añadiríamos también el florecimiento del área de la música de vanguardia.

En lo relativo a las artes visuales, recordemos que en la década de los 50 del pasado siglo en España surgieron grupos innovadores como Dau-al-Set en Barcelona y El Paso en Madrid, además de los artistas independientes como los vascos Chillida y Oteiza, el madrileño Palazuelo o el granadino José Guerrero y el madrileño Lucio Muñoz, por no citar a otros como el Equipo 57, en París, o el grupo Pórtico, en Zaragoza. En la década de los 60 se formó el Grupo de Cuenca –Zóbel, Torner, Rueda- y despuntaron los más jóvenes de la Nueva Generación. El ciclo abstracto se cerró entonces, dejando paso al Arte Pop. El Museo de Cuenca, donde se exponen y conservan las obras de la Colección Particular de Fernando Zóbel, sin duda alguna es el lugar en el que se encuentra el paradigma del más brillante y mejor momento del arte abstracto español de mediados del siglo XX.

El Museo de Cuenca, frente a la inoperancia oficial, vino a llenar un vacío existente a nivel nacional. Un Museo en el cual se expusiesen, conservasen y estudiasen las más modernas obras del arte español en sus últimas manifestaciones era entonces algo impensable y sorprendente. Como es sabido, en 1966, todavía no existía en España tal tipo de institución. La historiadora del Arte María Dolores Jiménez-Blanco en su excelente libro Una Historia del Museo en Nueve Conceptos (Cátedra, 2014) resume los intentos que desde fines del siglo XIX y primera mitad del siglo XX se hicieron para que España contase con un Museo de arte moderno, sin lograr realizar uno que de manera adecuada y eficiente fuese una realidad. El desinterés de los poderes públicos españoles por la conservación y el estudio del legado cultural del pasado y también el fomento y la difusión de la creación contemporánea no consiguieron llegar nunca a un buen término. Aunque en 1898 se inauguró en Madrid un Museo de Arte Moderno “su calidad, representatividad y cosmopolitismo estarían en todo caso por debajo de las expectativas de los artistas más avanzados del momento” Entre los distintos intentos de creación de una institución museológica adecuada a la modernidad, la historiadora del arte nos recuerda como, en 1951 no dio el fruto esperado el Museo Nacional de Arte Contemporáneo, dirigido por el arquitecto José Luis Fernández del Amo, por carecer de edificio adecuado, y de un fondo propio, pese a la impecable propuesta de su director, inspirada en el “cubo blanco” del neoyorkino MOMA. El Museo acabó siendo solamente una Sala de Exposiciones situadas en la planta baja de la céntrica Biblioteca Nacional.

El Museo de Cuenca pudo llegar a ser una realidad gracias al tesón, a la iniciativa y la generosidad del pintor Fernando Zóbel. Desde el punto de vista de cómo se gestó la idea de crear un Museo de Arte Abstracto y su localización en la ciudad de Cuenca se puede afirmar que fue una suerte el que existiese un artista, mecenas y coleccionista, de la categoría cultural y capacidad económica que tenía Zóbel. Para España fue algo así como un milagro que se produjese una circunstancia tan fortuita y feliz. Todos los que conocimos íntimamente a Zóbel podemos afirmar lo que aquí expreso. Gustavo Torner al escribir “El Réquiem por Fernando Zóbel”, muerto en Roma, en 1984, calificó su llegada y asentamiento definitivo en España durante los años 60, de “aparición”, algo así como la inesperada llegada de un portador de las buenas nuevas y mejores esperanzas. El pintor Antonio Lorenzo, al cual Zóbel introdujo en el mundo del grabado, denominó a Zóbel “portavoz de la modernidad”. El activismo y entusiasmo cultural de Zóbel fue decisivo, a manera de ejemplo, para los artistas, los coleccionistas y amantes del arte nuevo, deseosos de nuevos horizontes artísticos en España.

Fernando Zóbel de Ayala que nació en Manila en el año 1924, en el seno de una familia en la que confluían los apellidos Soriano y Roxas, presentes en Filipinas desde la época colonial, desempeñó un papel de primerísimo orden en el mundo de los negocios y las finanzas en Extremo Oriente. Desde su infancia recibió una educación cuidada y exquisita. Muy pronto sintió la vocación artística e intelectual. Estudiante en la Universidad de Harvard, de 1946 a 1949, en la que se doctoró en Filosofía y Letras con la calificación Magna cum laude, tras aprender a pintar hizo una primera exposición en Boston en el año 1951. De regreso a Filipinas, desde esa fecha hasta 1960 desempeñará una cátedra de Bellas Artes en la Universidad del Ateneo en Manila, hará excavaciones arqueológicas, escribirá varios textos y trabajos de investigación, pintará y expondrá sus obras de arte, a la vez que se ocupará de los negocios de la familia Ayala. Hombre inquieto y deseoso de conocer mundo, no dejó de hacer viajes a diferentes países, siendo España uno de los que más frecuentó y le interesó. La estancia de Zóbel en Madrid durante gran parte del año 1958, en la que compartió estudio con Gerardo Rueda, lo mismo que su exposición, en 1959, en la Galería Biosca, dirigida por Juana Mordó, hicieron que Zóbel se identificase cada vez más con su origen español hasta el punto, de que, en 1961, tomase la decisión de instalarse definitivamente en la capital de España. En sus distintos viajes a España, lo mismo que en sus años ya avecinado en Madrid, Zóbel, según confesó en 1966, comenzó a comprar las obras que consideraba más importantes y significativas de los artistas abstractos españoles. Según sus palabras “Hace más de diez años, entusiasmado por la categoría de la obra abstracta de mis compañeros y viendo con pesar que los mejores ejemplares de este tipo de manifestación artística se marchaban al extranjero, me puse a coleccionar cuadros, escultura, dibujos y grabados”. De acuerdo con su criterio de que “las obras de arte son patrimonio de todos los que gozan al contemplarlas” señaló que, ante el acopio de su colección, “me surgió una especie de deber moral de colgarla dignamente y ponerla a la vista del público”. Juana Mordó confesó que Zóbel era en ese momento el único coleccionista de arte abstracto en España.

En un primer momento Zóbel pensó que la ciudad más idónea para instalar el Museo de Pintura Abstracta era Toledo. No es extraño que así fuese por parte de un artista y un erudito que buscaba un lugar emblemático de lo hispano, a la vez que participaba del debate, tan de aquel momento, de la estrecha relación que existía entre el arte nuevo y el arte tradicional español. Toledo era la imagen misma de la ciudad soñada, en la cual la visión urbana del Greco estaba cargada de honda significación. Pero en 1962, al visitar la ciudad imperial acompañado de Gerardo Rueda, Zóbel no encontró el edificio que podría alojar su selecta y rica colección de arte abstracto. Y fue entonces cuando, decepcionado por la infructuosa búsqueda, afortunadamente intervino el conquense Gustavo Torner, que sabiendo que las Casas Colgadas de Cuenca estaban restaurándose y no tenían aún un fin de uso definido, sugirió que fuesen estas antiguas mansiones las que sirviesen para sede del Museo que Zóbel quería crear. La obligada visita a Cuenca y la buena disposición y entusiasmo del Alcalde de la ciudad, Rodrigo Lozano de la Fuente, fueron decisivas, Zóbel sin vacilar se decidió de inmediato. Sus palabras lo atestiguan: “El mechón de la fortuna cuando se presenta hay que agarrarlo. De otra manera, remordimiento”. Las pintorescas y emblemáticas Casas Colgadas, sobre el abrupto paisaje de la Hoz del Júcar, con sus voladizos balcones que según Juan Manuel Bonet son cómo de monasterio tibetano o griego” –Potala de Lhasa o Monte Athos- eran las adecuadas para montar “uno de los más pequeños museos adorables del mundo”. Sus blancos espacios interiores de techos de pino y muros de mampostería y yeso eran como un espléndido cofre para contener un rico tesoro. La mansión que en el siglo XV había sido habitada por el bachiller y  canónigo D. Gonzalo González de Cañamares y en el siglo XVII fue Casa Consistorial, tenía el encanto deseado para la exposición de unas obras abstractas modernas que encajaban perfectamente en los antiguos y silentes ámbitos vernaculares.

En 1963, cuando estaban en marcha las obras de restauración de las Casas Colgadas, Zóbel, entusiasmado con la futura apertura del Museo, pensaba que sería interesante atraer a los pintores incitándoles a que veraneasen en Cuenca (Saura tenía ya una casa en Cuenca que le habían comprado sus padres a causa de su precaria salud). Muy pronto instalaron en Cuenca sus estudios Eusebio Sempere, Antonio Lorenzo, Gerardo Rueda, Manuel Millares, José Guerrero, Amadeo Gabino y Bonifacio. El crítico de arte, pintor y animador cultural Juan Antonio Aguirre, que en 1969, tres años después de la inauguración del Museo de Arte Abstracto Español, publicó su libro Arte último. La “Nueva Generación” en la escena española, al elogiar la producción artística del que bautizó “Grupo de Cuenca”, aconseja al posible visitante que “el primer fin de semana que tenga libre, aprovéchelo” para ver un Museo que le enseñará de manera coherente “una nueva manera de ver”, un Museo-colección de Arte Abstracto español, único en el mundo en su género”. Muy pronto, dentro de la élite de los amantes de la vanguardia, el Museo de Cuenca se convirtió en una visita obligada. El conocer el Museo de Cuenca supuso el inicio de una peregrinación al santuario del arte nuevo abstracto español. Para los amantes del arte de vanguardia y los incipientes coleccionistas de pintura moderna, la visita en el fin de semana a Cuenca se convirtió en lo que Juan Manuel Bonet llamó el “viaje virtual”. Zóbel, que compró una casa en la calle Pilones, junto a la Plaza mayor de la ciudad alta, frente a la fachada de la Catedral, recibía con cortesía oriental al nuevo género de turistas. Gracias al Museo, la ciudad de Cuenca se despertaba de su largo sueño secular. Para apreciar el cambio sufrido por la vieja ciudad hay que leer la pequeña y anticuada Guía de Cuenca. Museo Municipal de Arte, publicada en 1923. Con la portada con una imagen de las Casas Colgadas por Compans y fotos del Conde de la Ventosa, el volumen a manera de prólogo tiene un texto de Pío Baroja que califica a Cuenca de ciudad muerta, mística y roquera, de atalaya con casas apiñadas al borde de un precipicio, con un perfil de castillos de Grecia y Siria. El Museo de Cuenca de Fernando Zóbel hizo que Cuenca de repente se convirtiese en un animado centro artístico.

La generosidad y el espíritu filantrópico de Fernando Zóbel fue el que hizo que el Museo de Cuenca fuese un lugar de encuentro de artistas, un faro que iluminaba a una ciudad mágica y redescubierta. También una institución que hiciese que los seguidores de la vanguardia, con posibles y sentido de la excelencia, comenzasen a coleccionar obras del nuevo arte español. Juana Mordó que, según su confesión tardó siete años en vender una obra de arte abstracta en España mientras las vendía a coleccionistas del extranjero, tuvo como excepción a Fernando Zóbel, quien desde los años cincuenta fue su fiel e inteligente cliente, comprando las obras que luego constituirían el fondo del Museo de Cuenca. Fernando, como ha afirmado Alfonso de la Torre, uno de los mejores estudiosos de Zóbel y del “Grupo de Cuenca”, fue el pintor filipino-español “responsable de la consolidación definitiva del arte nuevo en España”. El paso adelante dado por Zóbel para la normalización de la vanguardia española a nivel internacional fue secundado por Juana Mordó que, tras dejar Biosca en 1964, abrió su propia Galería de Arte en la calle Villanueva. A partir de 1966, para los primeros coleccionistas españoles, Cuenca se erigió en una referencia geográfica y personal como modo de entender el atesorar en condiciones museísticas equivalentes al contexto internacional las obras de las últimas tendencias. En muy pocos años Cuenca comenzó a ser visitada no solo por los españoles y los extranjeros cultos que estaban ansiosos de contemplar un arte cuyo significado daba continuidad a la historia del arte español. El visitante más ilustre que tuvo el Museo de Zóbel fue Alfred H. Barr, el fundador y Director del MOMA, el Museo de Arte Contemporáneo de Nueva York. Su personalidad y sus trabajos, tanto teóricos como museográficos, sobre el arte contemporáneo, por conocidos, no necesitan ser ponderados. El 1 de enero de 1967 Zóbel dejó escrito que el anciano Barr “me susurró al oído que él y su esposa pensaban que era el museo más bello que habían visto nunca. Le pregunté si podía repetírmelo. Dijo que sí, y lo repitió en voz alta. Los asistentes aplaudieron y allí mismo lo nombramos conservador honorario”.

Desde un primer momento, ya antes de abrir sus puertas, el Museo de Cuenca se ocupó de la edición de la obra gráfica de Sempere, Antonio Lorenzo, Mompó y Guerrero. En España entonces era poco apreciado el arte del grabado, las serigrafías, los dibujos y los libros de artista. Zóbel, discípulo en Harvard de Philip Hoffer, sentía una pasión por las obras gráficas, tanto antiguas como modernas. Recuerdo que cuando en una ocasión pasó unos días hospitalizado en la Fundación Jiménez Díaz, tenía sobre su mesilla de noche un grabado de Rembrandt que pertenecía a su rica colección particular. En 1975 fue nombrado miembro del comité asesor para la adquisición de libros raros y manuscritos de la Universidad de Harvard, esta distinción se debió a la constante atención y dedicación de consejos y donaciones llevadas a cabo por Zóbel a su alma-mater académica. A propósito de la generosidad y la filantropía de Zóbel quiero recordar que al final de la década de los 60, cuando yo era Catedrático de Historia del Arte de la Universidad de Sevilla y Director del Museo de Bellas Artes de la ciudad hispalense, Fernando Zóbel, que entonces pasaba una parte del año en Sevilla, hizo una donación al Museo sevillano de una colección de dibujos españoles que iba desde los figurativos de Antonio López García y Julio López Hernández, el escultor que hizo en 1966 la medalla conmemorativa de la apertura del Museo de Cuenca,  hasta los abstractos de Jordi Teixidor, José María Yturralde, Elena Asins, Carlos Alcolea y Gordillo. Los dibujos estaban enmarcados por Gustavo Torner y para su instalación el arquitecto y pintor Gerardo Delgado preparó una blanca sala en la planta noble del Museo, iluminada con unas claraboyas modernas cenitales. Por discrepancias con la Dirección General de Bellas Artes yo dimití de mi cargo de Director y Zóbel, por solidaridad conmigo, retiró la colección, que ya había sido rechazada por las autoridades oficiales, por ser demasiado moderna. También se suspendió la instalación, con cerámicas antiguas de Triana, de los aseos que iba a realizar la pintora sevillana Carmen Laffón. Lástima que hoy tengamos que recordar tan lamentable episodio.

Sevilla en la década de los años 60 vivió uno de los momentos estelares de su secular y brillante tradición artística. La presencia en la ciudad de Zóbel fue decisiva para el triunfo y conocimiento de la modernidad. En gran medida lo fue también la acción denodada de la joven y muy inteligente galerista Juana de Aizpuru, que abrió la galería que lleva su nombre en 1970 y que, además de exponer las obras del Grupo de Cuenca –Zóbel, Rueda y Torner-, mostró a los mejores pintores de la abstracción española. Verdadera punta de lanza fue asimismo el suplemento semanal “El Correo de las Artes” del diario “El Correo de Andalucía”. En sus páginas dieron sus primeros pasos los muy jóvenes Juan Manuel Bonet y Quico Rivas. El panorama pictórico sevillano de entonces no podía ser más alentador y variado. Además de las pintoras figurativas Carmen Laffón y Teresa Duclós surgieron nombres nuevos de la abstracción: José Soto –que acaba de fallecer-, Gerardo Delgado, José Ramón Sierra, Juan Suárez y Manuel Salinas. No hay que olvidar los óleos de Joaquín Sáenz, cuya imprenta “Gráficas del Sur”, editó en 1974, el precioso librito, Cuaderno de Apuntes o propósitos estéticos de Fernando Zóbel.  De grato recuerdo son las campestres tertulias con Zóbel, que los domingos tenían lugar en la finca “Mudapelos”, propiedad de Ignacio Vázquez Parladé, marido de Carmen Laffón.

En octubre de 1976 publiqué un artículo en francés sobre el Museo de Cuenca en la revista L´Oeil, editado en Lausana (Suiza). En esas fechas todo extranjero que venía a España no dejaba de hacer el viaje a Cuenca para ver un Museo que en 1980 obtuvo la Mención Especial como Museo Europeo del año, dado por el Consejo de Europa. En ese mismo año Fernando Zóbel, con el fin de que el Museo “siga teniendo un carácter experimental” con la creencia de “que no debiera entrar en un engranaje oficial” realiza la donación del mismo a la Fundación Juan March. El unir el Museo de Cuenca a la Fundación March lo hacía pensando en el futuro de lo que había sido su ilusionante creación. Como escribía Fernando Zóbel: “Esto para mí significa tranquilidad, ilusión y esperanza”.

El Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca, en cuyas estancias, de pintada blancura (tanto que Miguel Fisac preguntaba si estaban pintadas y Torner le contestó “como que son pinturas”), convivieron desde su fundación las creaciones de expresionismo informalista de la negra y dramática “veta brava” española, con las claras y luminosas de las silentes obras de los pintores de la vertiente teórica, constituyó desde su creación una amplia y plural plataforma artística. El edificio fue ampliado en 1978 por el arquitecto Fernando Barja, agregando al exterior una portada renacentista de piedra procedente del palacio en ruinas de Villarejo de Peñuela, por lo cual pudo acoger obras nuevas, además de numerosos libros y material didáctico.

Por último en 1980, como ya dijimos, Fernando Zóbel donó el Museo de Cuenca a la Fundación March. Su gesto estaba lleno de significado y era premonitorio. Cuatro años después, justo cuando había sido elegido como miembro numerario de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, falleció el 2 de junio de 1984 en Roma. Gran viajero, hombre clave entre el mundo oriental y el mundo occidental, Zóbel fue enterrado en la ciudad que había acogido su Museo y de la que, en un principio, cuando todavía no había visto las Casas Colgadas, había dicho “¿y a mí que se me perdió en Cuenca?”. Las hoces y el río Júcar, que tanto pintó y fotografió, fueron su patria adoptiva, el norte y guía de su quehacer de mecenas y artista. Nacido en Manila, Zóbel, sin duda, en los Anales de la Historia es el conquense más ilustre del siglo XX y su Museo de las Casas Colgadas el mayor ornato, el emblema y el florón moderno más preciado de la ciudad.

 

Madrid, 6 de septiembre de 2016

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